sábado, 1 de junio de 2013

Bacanica



En su oficina en Puerto Galván, un secretario del Ferrrocarril Buenos Aires al Pacífico escribe los datos de un peón de cabrestante que acaba de ingresar y anota: Septimo Pasqua, nacido en 1872, Bacanica, Italia.

¿Qué lugar es ese? Nosotros sabemos ahora que se trata de Pagánica, ciudad del Abruzzo.

¿Por qué el amanuense escribió así ese nombre? Probablemente porque escribió lo que escuchó, en castellano. Porque no podía (o no quería, sentía que no tenía por qué hacerlo) reconocer el modo en que la "g" se pronuncia en italiano o en sus variantes dialectales: la fuerza con la que el señor Pasqua cerró el velo de su paladar al pronunciar (en italiano) la "g", convenció al secretario que se trataba de una "c"; y algo similar sucedió con la "P" inicial, una bilabial tan débil a sus oídos que solo podía ser reconocida como una "B".

Había miles de trabajadores italianos en el ferrocarril y en el puerto. Y sin embargo, ¿Por qué esa persona que ejercía un poder, el de escribir, el de registrar, no podía, no quería o sentía que no tenía por qué saber italiano ?

Es que el amanuense ha ido a la escuela, naturalmente a la escuela argentina, y por lo tanto escribe "correctamente", con una bella caligrafía, en castellano -el "idioma nacional"-, no importa cuál haya sido su propio origen o el de su familia. Durante esas primeras décadas del siglo XX la escuela argentina imponía -gracias a una política articulada con gran precisión, la de la José María Ramos Mejía y su "educación patriótica" - no solamente el conocimiento de la gramática y la sintaxis, del vocabulario y la expresión, sino también la normalización de la pronunciación, y por consiguiente, la valoración de un cierto modo de hablar en detrimento de otros: en detrimento, justamente de las marcas que las lenguas de los inmigrantes podían llegar a dejar en la lengua local: del español castizo, de cualquiera de las variedades dialectales italianas, y cualquier otra, en realidad.

Los nombres -y en buena medida, también los apellidos- se castellanizan: Giovanni, Giulio, Giuseppe, Settimo, se transforman en Juan, Julio, José y Séptimo. No solamente tendrán que hacer el esfuerzo de aprender su nuevo nombre, sino además el de aprender a pronunciar una letra que no forma parte del sistema fonológico de la propia lengua, la "jota". Pero "hacerse la América", "progresar" en este lugar, por aquellos años, sólo era posible de ese modo: a quien hablaba y escribía bien el castellano se le abrían las puertas para acceder a puestos de trabajo mucho mejor remunerados, y así, las de una sociedad que había hecho propio ese sutil criterio de discriminación. Por eso nadie se cuestionó hacer lo que sea para aprender el castellano lo más rápido posible, para borrar la entonación y los rasgos "marcados" en la articulación de las palabras.

Otro es el caso del inglés y el francés que eran valorados no como lenguas inmigratorias, sino como lenguas de cultura y de prestigio.

Y quiénes eran esos que tenían el poder de abrir las puertas de los mejores puestos de trabajo, las del ascenso social? ¿Con quién se encontraban los inmigrantes al llegar? Los criollos, dicen algunos. Sí, por supuesto. Pero, ¿de dónde salieron esos criollos? ¿Eran "nativos"? Había un porcentaje de población indígena en la ciudad pero con toda seguridad podemos afirmar que no eran ellos justamente quienes tenían ese poder. La mayor parte de esos "criollos", eran hijos de inmigrantes (ya sea de otras ciudades del país, o de extranjeros) ya escolarizados, ya asimilados, y por lo tanto, "argentinos".

El esfuerzo del Estado estaba enfocado en esto: en 1916 hay en Bahía Blanca 66 escuelas (públicas y privadas) dependientes del Consejo Escolar Provincial, con una matrícula de 10.955 alumnos y 273 maestros. En 1927, había 68 escuelas, 468 maestros y 13.169 alumnos que recibían educación primaria. Las maestras enseñaban y corregían, y felicitaban calurosamente a los niños que más y mejor aprendían, desaprobaban los "errores" producidos por la interferencia lingüística (tragarse las "s" finales o un grupo consonántico como "ct", decir "me se" en lugar de "se me cayó", o "voy del dotor" en vez de "voy a lo del doctor", ponerle artículo a los nombres propios...), actitud de reprobación y de subestimación incluso, que muchas veces era adoptada también por los otros niños... La presión por salir de esa situación de inferioridad propia del inmigrado (y especialmente de quienes conocían solo el propio dialecto) induce el deseo de aprender también en los adultos, y por eso muchos inmigrantes leen en castellano (pienso en la cantidad de diarios y periódicos que se publicaban y se vendían en Bahía Blanca a hasta mediados de siglo; pienso en una mujer como Rosa Segatta que lee lo que le caiga a la mano, a fines de los años 20; y en Julio Grosselli que mientras hace guardias en la usina eléctrica, a fines de los años 40 devora novelas de Corín Tellado).

Recién en estos últimos 25 años se inició el proceso inverso de valoración y estimación del estudio del italiano, lengua que la mayor parte de los descendientes de italianos  ha estudiado como una lengua extranjera (salvo -en algunos casos y con varias salvedades- los hijos de los que llegaron en los años 50). (1)

Del shock que tiene que haber provocado en los inmigrantes esta presión y este esfuerzo por aprender otro idioma, y asimilarse, es algo de lo que no se suele hablar, todavía.

Yo siento la necesidad -imperiosa- de conocer este proceso de configuración de la identidad de los inmigrantes italianos en este lugar del mundo, y la de sus hijos y nietos, para poder sobrevivir a la avalancha de eslogans basados en clishes quasi-publicitarios, y de fantásticas-fantasiosas versiones retrospectivas del pasado, que demuestran una determinada voluntad por inventar y consolidar una identidad y un sentido de pertenencia fuertes, pero, paradójicamente, a partir del desconocimiento de la historia. Proyectar hacia los argentinos descendientes de italianos un concepto general y abstracto de "italiani all'estero", sin tener en cuenta estas experiencias concretas, puede llegar a generar equívocos, desencuentros y perplejidades entre quienes desean -sin duda con las mejores intenciones-, actuar e influir en la realidad presente.

Indispensable para reflexionar sobre todo esto es el libro de Angela Di Tullio, Políticas lingüísticas e inmigración: el caso argentino, Eudeba, Bs As., 2011. (Hay muchos más, y seguiremos buscando; además, acá en Bahía en la universidad hay varias personas que estudian estos temas...  si alguien tiene otros títulos para recomendar, o trabajos propios para que podamos leer, bienvenidos).


(1) Puedo decir esto con conocimiento porque me desempeño, desde el año 1986, como profesora de italiano.